En un lugar más cerca del que imaginas vivió un pobre místico altruista y generoso. Ayunaba los días impares, y ayudaba a todos, todos los días. Al levantarse oraba diciendo: «Dios, si me das este nuevo día es porque quieres algo de mí para hoy… hágase tu voluntad a través mío, y yo ayudaré a los demás, por ti, en tu nombre». Entonces, ayudaba a indigentes y a inmigrantes, y fue cambiando a indiferentes por indignados, a indolentes por implicados, y a intolerantes e infelices, por felices y soñadores.
Por supuesto, muchos le querían y otros le odiaban, pero cuando murió, todos quisieron hacerse una foto en su funeral. Ya muerto, el pobre místico alcanzó la sabiduría e intuyó que Dios realmente no existía. Se sintió tan contrariado que se quedó sin palabras. Pero acto seguido, se dijo: «¡Qué tonto he sido!… ¡tantos años haciendo algo por un Dios que no existe! Tantos años sin darme cuenta de que ese Dios en realidad… ¡somos todos!… ¡Qué importa si existe o no Dios! Si yo ayudé a los demás, lo hice en realidad por ellos, y por mí, pues todos fuimos así más felices, soñando por un mundo mejor».
Entonces, apareció Dios y le dijo: «Si estás reflexionando todo esto… ¿no será porque sí existimos?».
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