Libro «La Civilización de la Potencia: De la Economía política a la Ecología política» por De Jouvenel (Resumen)

Foto Bertrand De Jouvenel, economista sensato francésBertrand De Jouvenel (1903-1987) fue un politólogo y economista francés, escritor polifacético, diplomático, profesor de varias universidades, miembro del Club de Roma… En sus libros se nota una sensibilidad especial, una objetividad y neutralidad que se echa en falta en otros economistas.

En esta obra se destacan 3 rasgos característicos de nuestra civilización mal llamada «occidental»: La industrialización o desarrollo económico, las relaciones del hombre con el resto de la naturaleza y la producción y muerte de lo efímero. Hay que destacar que esta obra fue publicada en 1976, cuando no se sabía todo lo que se sabe hoy sobre los daños medioambientales de ciertas formas de vida humana llamadas «desarrolladas». Alguien podría decir que tampoco antes había la conciencia social que hay hoy, aunque, de hecho, tampoco hoy esa conciencia social es tal que permita una movilización efectiva. Podemos resumir esta obra en los siguientes puntos:

  1. La gran mutación: De las fuerzas del suelo a las del subsuelo.
  2. Las formas de las empresas y el espíritu de esta civilización.
  3. «De la Economía política a la Ecología política».
  4. Sobre el crecimiento económico: El grave error del PNB (o PIB).
  5. El heraclitianismo de la «civilización de lo efímero».
  6. Algunas conclusiones.

1. La gran mutación: De las fuerzas del suelo a las del subsuelo

De Jouvenel afirma: «la gran mutación que me obsesiona es el tránsito de las fuerzas biológicas a las fuerzas físicas», que ha usado el hombre para su desarrollo. En origen, el hombre sólo usaba sus fuerzas personales y aprendió a usarlas en grupo para sacarle mayor rendimiento. Luego aprovechó la fuerza animal, pero esa «mutación comenzó desde que los hombres utilizaron las fuerzas de las corrientes de agua y del viento», pero como son elementos que se mueven, pueden equipararse a seres vivientes.

«En 1769 Watt patentó su invento y en 1774 se asoció con el industrial Boulton para poner en marcha la construcción de máquinas a vapor; hasta 1800 se habían instalado ya medio millar de estas máquinas. Poseían generalmente 20 veces la fuerza de un caballo, algunas hasta 50 veces», lo cual las hacía ser de un orden de fuerza diferente a los caballos, aunque se usara su nombre para medir su potencia (en caballos de vapor). Estas máquinas no necesitaban descansar como los caballos y «se alimentaban frugalmente con piedras negras», convirtiéndose así en «unos servidores mucho más cómodos, dóciles y capaces». Con estas máquinas se comienza esa mutación y, «una vez producida esta mutación, provoca un inmenso desnivel entre los países protagonistas y ciertas civilizaciones que en el siglo XVIII a nadie se le ocurriría considerar como inferiores, (…) una inferioridad que autoriza a emplear el término «subdesarrollo», término que surge espontáneamente y es bastante elocuente». En contraposición a ese término De Jouvenel usa el término «civilización del poder», por «la dimensión prepotente de la nueva civilización».

«Así, sin el invento de Watt, la industria hubiera tenido que dispersarse en busca de saltos de agua y de forraje para el mantenimiento de las fuerzas equinas. Gracias a estos obstáculos, no se hubieran formado las grandes concentraciones industriales, que se basan en la movilidad, y más tarde, en la fluidez de las materias energéticas». De Jouvenel pone en boca de un caballo filósofo, refiriéndose a las máquinas que: «es como si hubierais creado una fauna diferente, con sus especies y variedades, una fauna mejor adaptada a vuestro servicio y que os ha hecho abandonar la de la naturaleza viviente, de suerte que habéis reducido a los animales al papel de transformaciones de los alimentos vegetales, simples sustitutos del estómago humano».

«Lamarck y Darwin iluminaron dos aspectos del pasado biológico: uno es la creación continua, la evolución; otro, el conflicto y la incesante destrucción de las formas que han perdido eficacia. Estos procesos se producían dentro del mundo biológico a un ritmo muy lento». El hombre se ha saltado esos «límites», creando unas especies «sometidas a una evolución prodigiosamente acelerada». Eso no sería un problema si no fuera por lo que nos dice el caballo filósofo: «Si la especie humana va poblando el planeta a un ritmo acelerado, mucho más rápido es el ritmo de propagación de vuestras criaturas, (…) de vuestros cuasi-animales» que encima son «reemplazadas sin cesar por criaturas más potentes y más voraces. La alimentación de vuestras criaturas no podría correr a cargo del mundo viviente, ya que al ritmo de su apetito actual [¡1976!] en el plazo de tres años consumirían todas las reservas forestales del mundo. Las estáis alimentando con antiquísimos desechos de la vida. (…) El papel de las máquinas en vuestra vida es tan importante, que el problema del enriquecimiento de su nutrición es vuestra principal preocupación». Con este panorama este caballo se pregunta: «¿Cuál es el precio que tendrá que pagar el mundo viviente por este progreso de la potencia? Yo me pregunto hasta qué límite la fragilidad de las formas vivientes podrá soportar el peso creciente de las formas que vosotros estáis creando».

Otro personaje influyente es el economista británico Adam Smith (1723-1790), autor de (Investigación de la naturaleza y causas de) La Riqueza de las Naciones (1776). Smith y Watt, «incubaron sus respectivos proyectos en la misma universidad de Glasgow». Smith se mostraba en esa obra partidario del liberalismo, de la no intervención del estado, y veía el interés personal como el motor principal de la actividad económica y que gracias a la ley de la oferta y la demanda conduce al interés general. También ve la división del trabajo como creadora de productividad haciendo a los hombres dependientes unos de otros.

En el siglo XVIII «Rousseau afirmaba que una sociedad no debe ser juzgada por sus palacios, sino por sus chozas. (…) A partir del siglo XIX se va afirmando la tendencia a tomar como punto de comparación la vida de las familias trabajadoras. Entre estas dos perspectivas cabe situar una tercera, orientada simplemente a los mercados de consumo: éste revela la abundancia y la diversidad de los productos y la participación o no en él de la masa de población. (…) Tal es la visión smithiana y la que adoptan los economistas: lo que importa es el progreso de la abundancia y –esto debe precisarse– una abundancia que se manifiesta y se calibra por las ventas». La división del trabajo obliga a satisfacer las necesidades comprando productos ajenos, con los que se «obtiene el medio para dedicarse a una función muy restringida». Lo que denomina «ideología del crecimiento» de Smith se resume por una visión ternaria: «como finalidad social, la abundancia; como condición, la productividad del trabajo; como medio de ésta, la inversión productiva».

Los fisiócratas del siglo XVIII «dividían las actividades económicas en «productivas» (las actividades agrícolas) y «estériles» (actividades artesanales y otras). ¿Por qué sólo la actividad agrícola es productiva? Porque, a su juicio, es la única actividad donde el producto obtenido es muy superior al equivalente del trabajo humano invertido, y esto gracias al aporte y concurso de las fuerzas naturales. Hay un «producto neto» en la agricultura más allá del trabajo humano porque existe un elemento asociado no remunerado: la naturaleza». Simplificando: La energía del sol es la que más trabaja en la agricultura, y esa energía es de la que se sirven los animales (de hecho, en la clasificación de los seres vivos en biología se llama autótrofos o productores a las plantas, que realizan la fotosíntesis). «En la nueva civilización, no son solamente los agricultores los que trabajan con el concurso gratuito de fuerzas naturales, las del suelo, sino que también los obreros de la industria trabajan con el concurso gratuito de fuerzas extraídas de la naturaleza, pero fuerzas del subsuelo», en forma de combustibles fósiles. Más aún, De Jouvenel resalta que las primeras industrias que usaron la fuerza del subsuelo usaban materias primas y equipamiento de origen biológico (algodón, madera…), pero también en eso hay una «transformación fundamental por la cual todo (fuerza, materias primas a las que ésta se aplica y equipamiento mediante el cual opera) se extrae del subsuelo», favoreciendo así la industria minera.

De Jouvenel añade que «todo esto es evidente (…). Pero no se suele tener en cuenta. Y no se tiene en cuenta, sobre todo por los economistas, fuente y origen de nuestra visión de la sociedad. Porque éstos nos hablan en términos de crecimiento del poder de compra, crecimiento que se hace posible por el incremento de la productividad, el cual depende a su vez del crecimiento de las inversiones: se trata de términos abstractos que enmascaran los fenómenos concretos. Lo que he querido subrayar es que todo esto se apoya en cambios concretos en el uso que hacemos de las materias naturales». Podemos resumir esta idea diciendo que si ahora casi todas las familias de los países ricos tienen coche, no es porque ahora seamos más ricos (eso es una simpleza), sino porque estamos explotando el mundo. De Jouvenel también afirma que el hombre «trata de encontrar un medio ambiente que la explotación del mundo físico está destruyendo».

2. Las formas de las empresas y el espíritu de esta civilización

Smith estimaba que las empresas grandes (por acciones) no podían competir con las empresas privadas. De Jouvenel aclara que «en efecto, la dimensión de la empresa no suponía ninguna ventaja mientras el equipamiento fuera un factor insignificante», como lo era en las primeras industrias, donde lo importante era la materia prima y la mano de obra y donde «había un personal optimal para cada objeto de producción, ajustado a la división de las operaciones entre los trabajadores: hacer ejecutar con precisión la misma operación a un personal cada vez más numeroso implica rendimientos decrecientes; (…) En el caso de las máquinas, por el contrario, el rendimiento físico iba creciendo con su dimensión. (…) En realidad fue en los transportes donde aparecieron las máquinas más potentes, mientras que en la industria la potencia instalada progresaba más por difusión». Por ejemplo, en 1875 había en Francia 32.000 máquinas de vapor (400.000 CV) en 27.000 fábricas. Con esto De Jouvenel quiere resaltar la importancia del equipamiento, asignando al capital un papel «auxiliar, indispensable pero subordinado». Además, añade que «la desviación que consiste en atribuir al capital un papel creador» es «bastante frecuente entre los economistas».

Al hilo de lo anterior y respecto a la Revolución Industrial, este economista afirma que «el fenómeno más importante y decisivo ha sido el abaratamiento del coste de los transportes«. Pero inicialmente «el medio de transporte menos costoso por naturaleza era el agua» (requiere menos fuerza y no hay que hacer vías). «Inglaterra era el país mejor preparado para distribuir una producción industrial creciente», por su enorme flota, que «permitió a Inglaterra aprovisionarse de productos primarios a precio reducido y colocar sus productos industriales en el mundo. Y he constatado que en el decenio 1861-1870 las exportaciones británicas igualan a las de Francia, Alemania y Estados Unidos juntos». Aparte del fundamental transporte, la salida de mercancías también se potencia por un «abaratamiento progresivo de su precio». Un ejemplo es Henry Ford que multiplicó sus ventas del Ford «T» por más de 60 entre 1910 y 1923, debido al abaratamiento de su precio (posible gracias a la cadena de montaje, la estandarización de piezas y otras ideas del «fordismo»). En 1927 las ventas de Ford sufren un retroceso ya que no hay suficientes compradores para mantener el ritmo de producción. La solución a este tipo de problemas está hoy en «la constante renovación de los productos» y «un sistema de vendedores de la empresa». Esto nos lleva a que mientras en las primeras industrias la parte de producción era la más importante respecto a las oficinas de dirección, ahora «el personal de las oficinas ha aumentado enormemente frente al de los talleres» y frecuentemente ambos sectores están alejados geográficamente. De Jouvenel no es ajeno a que esto implica una jerarquización, que junto con la separación geográfica conlleva «pérdida de autonomía» del personal y «desmoralización», afirmando que este sistema a pesar de su productividad no es un sistema «propicio a las iniciativas privadas» (como sí lo era en el siglo XVIII).

Todo ese «incremento de la productividad» también ha propiciado el desarrollo de las «administraciones públicas», prestando servicios a los ciudadanos (educación y salud son buenos ejemplos), «posible gracias a los impuestos» (muy elevados respecto al pasado pero que se compensan por las inversiones públicas del estado).

Para caracterizar el espíritu de esta civilización de la potencia, este economista usa palabras del alemán Karl Marx (1818-1883) como cuando éste asegura que «La naturaleza se convierte ahora en puro objeto para el hombre, en una cosa útil. Ya no se la considera como una potencia (…) [y] se busca someter la naturaleza a las necesidades humanas, sea como objeto de consumo o como medio de producción. Asimismo el capital se desarrolla irresistiblemente más allá de las barreras nacionales y de los prejuicios; pone fin a la divinización de la naturaleza, al tiempo que liquida las ruinas ancestrales: destruye la autosatisfacción, encerrada en límites estrechos y basada en un modo de vida y de producción tradicional. El capital derriba todo esto, y él mismo se encuentra en revolución permanente, rompiendo todas las trabas que se oponen al desarrollo de las fuerzas productivas, a la ampliación de las necesidades, a la diversidad de la producción, a la explotación y a los intercambios de todas las fuerzas naturales y espirituales». En la misma línea escribía Joaquín Araújo, ya en el año 2000, que «nuestro modelo económico se basa en la utilización masiva de recursos naturales, su procesamiento o manipulación, fomento de una rauda obsolescencia de los mismos y deyección final de sustancias tóxicas a los muy delgados dominios de la transparencia. Finalmente, considerables, a veces ingentes, costes, que todos pagamos, deben acudir a remediar un daño que es universal, cuando la obtención del beneficio que lo justificaba es desde muy particular a realmente minoritario. Recordemos simplemente que aún no llega al 9% el porcentaje de humanidad que viaja en coche.»

3. «De la Economía política a la Ecología política»

Comenta De Jouvenel que en 1957 presentó un texto con ese título en Tokio, en una conferencia internacional sobre el crecimiento económico y, asegura que: «sorprendió y causó extrañeza, y eso que me dirigía a economistas de primerísimo orden». Asegura que ahora ese mismo texto, que resumimos en este epígrafe, es ya mucho más aceptado gracias a «un gran progreso en la opinión pública».

«La ciencia económica se ocupa del trabajo humano y del fruto que éste le reporta al hombre. Durante varias generaciones, el gran tema de la economía ha consistido en analizar la cooperación cada vez más compleja que se ha establecido entre los hombres en orden a la satisfacción de sus necesidades. (…) La ciencia económica actual muestra preocupaciones totalmente diferentes. Lo que interesa no es principalmente el equilibrio económico, sino el crecimiento económico», pero «no cabe tratar del crecimiento económico haciendo abstracción de las condiciones físicas que comporta». Resumiendo, los outputs son los frutos de una operación productiva como resultado de la combinación de diferentes inputs, los cuales «pueden reducirse a 3 capítulos: los recursos naturales (para abreviar se dice «la tierra»), el trabajo y el capital». De Jouvenel se queja de que los expertos suelen usar sólo 2 factores: trabajo y capital. Aunque esta simplificación tiene su utilidad, también tiene «el grave inconveniente de hacer creer que el flujo de bienes ofrecidos para la satisfacción de las necesidades humanas depende sólo del esfuerzo humano, en una perfecta independencia respecto al medio natural. (…) En una palabra, no se tiene una idea clara de que eso que denominamos «producción» es sólo una transformación de las aportaciones naturales y depende enteramente de éstas. (…) Por estas razones, soy de la opinión de que la formación económica debería ir precedida de una introducción ecológica. Antes de hablar de la organización de los hombres para la obtención de bienes, habría que mostrar que estos bienes se obtienen del medio natural y que, en consecuencia, la organización de que se trata es fundamentalmente una organización para sacar partido del medio ambiente«.

Bertrand De Jouvenel resume diciendo que «la ecología examina las relaciones de una especie con el resto de la naturaleza; la economía examina las relaciones entre los individuos de una misma especie (que no son independientes de las relaciones ecológicas). En una sociedad altamente organizada como es la nuestra, la naturaleza desaparece tras la masa organizada de los humanos; el individuo cree vivir de sus relaciones con los semejantes, de los servicios que les presta, de las contrapartidas que obtiene; ha olvidado ya que vive de las mermas que la población de la que es miembro causa en su medio natural. Todo lo que utiliza se le presenta como producto del trabajo humano; y es verdad en cuanto a la forma; pero en cuanto a la sustancia, todo esta tomado de la naturaleza. Se reconoce esta dependencia de la naturaleza en el caso del pan, pero no en el caso del avión, en su armazón hecho a base de minerales, en sus neumáticos de caucho, en su carburante extraído de los depósitos subterráneos. (…) Trátese del funcionamiento de un organismo o de una fábrica, hay siempre un gasto de energía que debe compensarse con aportes de energía, y éstos se toman siempre del medio natural. Para una sociedad humana, como para el más minúsculo organismo, la ingestión de sustancias energéticas es la condición de su actividad». Esta idea «se impone por su evidencia; pero no basta con aceptarla, hay que sacar consecuencias. Estas consecuencias ocuparon la mente de Montesquieu y fueron la obsesión de Malthus«. El astrónomo Carl Sagan (1934-1996) en su obra «Miles de Millones» expone también ese y otros peligros de la humanidad.

De Jouvenel propone el experimento de introducir parejas en una isla con condiciones favorables, similar al ejemplo real de los renos de la isla de San Mateo, documentado en la obra de Nebel y Wrigth «Ciencias Ambientales: Ecología y Desarrollo Sostenible«. Con ese ejemplo queda claro que, en ausencia de depredadores, «el progreso de la población sólo es frenado por el obstáculo mutuo que representan los individuos de la población a partir de una cierta densidad». Pero hay que tener en cuenta que «la población ejerce sobre el medio una influencia destructora y, por otra parte, el medio es esencialmente vivo: posee su capacidad de reproducción de las pérdidas sufridas». Esta y otras consideraciones llevan al autor a considerar como más probable la desaparición de la especie explotadora. Pero en nuestro caso, «el hombre no se limita a soportar pasivamente las situaciones», e inventa soluciones como, por ejemplo, «la emigración y el cambio en el modo de tratamiento del medio». Precisamente esos fueron dos aspectos que Malthus no tuvo en cuenta: Los avances de la Revolución Industrial y las emigraciones masivas (al Nuevo Mundo y hacia otras colonias). Así, «si una sociedad humana pasa de la alimentación por la caza a la alimentación por la ganadería, es claro que la misma superficie podrá nutrir a una población más numerosa (…), [y] la sustitución de la ganadería por la agricultura produce un nuevo incremento».

Supongamos 3 territorios de cazadores, ganaderos y agricultores respectivamente. Con el tiempo, los cazadores, que son los que menos explotan su territorio, tenderán a invadir a los ganaderos para apropiarse de su ganadería como si fuera caza. Igualmente podría ocurrir con los ganaderos respecto a los agricultores y curiosamente, también de los agricultores respecto al territorio de los cazadores que está poco explotado. «Este modelo, muy elemental, esclarece un hecho destacado por Toynbee»: «remontándonos a épocas remotas de la historia, vemos que las invasiones son realizadas por los nómadas contra los sedentarios, mientras que desde hace unos siglos asistimos al proceso inverso» (proceso llamado colonización). La invasión «por nómadas que conservan su género de vida tiende a despoblar», retardando el crecimiento demográfico. «Por el contrario, la invasión de un territorio de nómadas por sedentarios tiende a poblar y, por tanto, acelera el crecimiento demográfico total». El autor pone el ejemplo de China en la que la ausencia de crecimiento demográfico hasta el siglo XVII pudo ser consecuencia de las invasiones de los mongoles, pero a partir «de la conquista por los sedentarios» (europeos), se produce un «espectacular» incremento de la población. Véanse los datos del libro «Salvemos Nuestro Planeta«, donde puede verse que tiene razón De Jouvenel al afirmar que el gran crecimiento de la población mundial «se ha producido principalmente en los territorios que los sedentarios europeos llegaron a ocupar».

«Una población agrícola no obtiene sólo más alimento de una hectárea que una población cazadora, sino que lo obtiene sin duda con un menor esfuerzo». Aquí se tratan dos tipos de economía, que «pueden entrar en conflicto»: «economizar recursos naturales» y «economizar trabajo». «Considerada en el aspecto demográfico, la revolución industrial consiste fundamentalmente en un enorme desplazamiento en las ocupaciones humanas, quedando una minoría de la población para las ocupaciones alimentarias» (i.e. producir alimentos). Además, es fácil comprobar que «a un porcentaje de agricultores bajo corresponde un índice de renta nacional alto», lo cual es perfectamente comprensible ya que cuanta menos gente se dedique a la agricultura, más gente se dedicará a otras producciones, que serán entonces más variadas. Por supuesto, esto no puede tomarse como que es recomendable cambiar de trabajo a los agricultores para dedicarlos a otras tareas productivas, ya que, entre otros motivos, está el límite que pueda imponer la naturaleza: la tierra es limitada y no produce igual en todas las zonas. Como ejemplo, pone la agricultura de EE.UU., que es muy productiva y economiza muy bien el trabajo, pero «economiza muy mal la tierra. para alimentar a un consumidor americano durante un año se requieren muchas menos horas que en Europa, pero muchas más hectáreas. Y la comparación con Asia es mucho más sorprendente aún. Lo que vale para la agricultura vale para la economía americana en su conjunto: al igual que hace un gasto muy elevado de tierra por productor agrícola, hace un gasto muy elevado de materias primas por productor industrial». De Jouvenel hace referencia también a la mala práctica de la agricultura estadounidense que está erosionando la tierra y empeorándola, coincidiendo con los ya citados científicos estadounidenses Nebel y Wrigth que llegan a exigir una contabilidad ambiental en la que se estime el costo de los recursos naturales, como la erosión de la tierra, la salinidad, la contaminación por fertilizantes y pesticidas de las aguas superficiales y profundas y los costos de salud. Ya existe una medida para sustituir al PIB: el IPG.

Mucho antes que Estados Unidos, Inglaterra trasvasó una fracción cada vez mayor de su población agrícola a puestos no agrícolas. Para ello importaban grandes cantidades de materias primas que transformaban y volvían a vender por todo el mundo. De Jouvenel afirma que si ese modelo fuera seguido por la India, por ejemplo, sus importaciones deberían ser «trece veces superiores a las importaciones británicas», y se pregunta «¿De dónde vendrían estos productos?». Esto lleva a una conclusión fácil: El modelo de desarrollo inglés o europeo (basado en recursos naturales externos), o el estadounidense (basado en recursos propios), no son generalizables al resto del mundo. «Todos los planes elaborados en todos los países del mundo tienden a incrementar la demanda de recursos naturales; la gran aspiración común a todos es economizar trabajo, cuando el factor hombre se hace cada vez más abundante, y no se piensa apenas en economizar los recursos naturales, que sin embargo son limitados». Quizás, una forma de contrarrestar esto sea reducir la jornada laboral, aprovechando el ahorro en trabajo que las máquinas nos proporcionan, tal y como proponía también Joaquín Araújo.

Respecto a la energía, este economista dice que la energía solar es «la más conveniente», y que la industria «no llegará a experimentar una escasez que impida la marcha histórica de la humanidad», a pesar de la «expansión de las máquinas». Sin embargo, eso no le impide denunciar, con M. Koestner, «una tendencia en la civilización a destruir las condiciones de existencia del hombre», resaltando que «M. Koestner distingue dos situaciones actuales de la mayor parte de las cunas más antiguas de civilización: infertilidad o despoblación o, en las cuencas de grandes ríos, superpoblación agrícola». O sea, muchas civilizaciones antiguas murieron por sobreexplotar su riqueza natural o por superpoblación, lo cual viene a ser lo mismo (tal es el caso de la isla de Pascua o de la cultura maya). En otros casos (como la civilización de Roma o Inglaterra) una civilización en origen agricultora se enriquece por los tributos que cobra y sus mayores construcciones contribuyen a deforestar sus tierras y a alterar el régimen de humedad, lo cual, unido a una creciente población obliga a traer alimentos del exterior. A esto se une lo que llama «paradoja de la carne», por la que «el desarrollo de una civilización lleva consigo el incremento de la demanda de carne» de cada ciudadano. Por otra parte «una misma superficie produce mucho menos alimento en forma de carne que en forma de cereales», lo que conlleva un «despilfarro de espacio». Esto es lo que también denunciaban Nebel y Wrigth, Harvey Diamond, Peter Singer o Joaquín Araújo, el cual llegaba a afirmar que: «Comer carne es todavía un privilegio. Baste recordar que mientras un norteamericano –si es obediente con la estadística– alcanzaría a ingerir 132 kilogramos anuales, un indostaní debe conformarse con 2. Nosotros rondamos los 90 y la media mundial estaría en unos 30. Curiosamente, lo de acceder, como hacemos, a unos 300 gramos diarios de carne supone rebasar, en casi un 30%, el consumo de proteínas de origen animal recomendado por la Organización Mundial de la Salud». Sin contar otros daños al medioambiente y los animales.

De Jouvenel, preocupado por los países «subdesarrollados», avisa del riesgo que supone «que se pretenda aplicar nuestra experiencia a escala universal sin tener suficientemente en cuenta las diferencias específicas de los datos naturales»:

«Yo recelo de la aplicación pura y simple a países superpoblados y relativamente pobres en riquezas naturales de un sistema de pensamiento centrado en la economización del trabajo e indiferente al gasto de los recursos. No estoy seguro de que la política económica representada por el ideal de maximizar el producto nacional coincida con la política económica representada por el ideal de hacer vivir a los hombres lo más felizmente posible mediante los recursos nacionales disponibles».

Así, se entiende que Joaquín Araújo diga que: «La religión del crecimiento como panacea es descreída en cuanto se resta el daño ambiental a las cuentas de resultados».

De Jouvenel, continua diciendo que «la Naturaleza tiene un doble papel en la vida humana: uno es de tipo utilitario, otro de índole sentimental». El respeto a la Naturaleza se basa en ambos papeles. Peter Singer en su «Ética Práctica» afirma que: «Una ética centrada en el ser humano puede ser la base de fuertes argumentos en favor de lo que podríamos denominar «valores medioambientales»», pero efectivamente añade que «es malo limitarnos a una ética centrada en el ser humano» y que «los principios éticos cambian lentamente y es poco el tiempo que nos queda para desarrollar una nueva ética del medio ambiente. Dicha ética consideraría que todas las acciones que son perjudiciales para el medio ambiente son éticamente discutibles, y las que son innecesariamente perjudiciales sencillamente son malas. (…) Para una ética del medio ambiente la virtud supondría guardar y reciclar los recursos, y lo contrario sería el despilfarro y el consumo innecesario. Por poner sólo un ejemplo: (…) nuestra elección de esparcimiento no es éticamente neutral. (…) Una vez que nos tomemos en serio la necesidad de conservar nuestro medio ambiente, las carreras de coches y el esquí acuático dejarán de ser una forma aceptable de entretenimiento, al igual que ya no lo son hoy las peleas de gallos».

Con todo esto, De Jouvenel llega a una interesante conclusión, respecto a la causa fundamental del hambre:

«Tenemos motivos para invertir las prioridades, tanto más teniendo en cuenta que una gran parte de la especie humana no ha alcanzado todavía la seguridad de la propia existencia biológica. Y mientras nosotros nos compadecemos en términos abstractos de la suerte de esa gran parte de la humanidad, los buques de pesca más poderosos de los países avanzados (…) salen a la captura en sus aguas del pescado que necesitarían para la alimentación, y que va a parar a la alimentación de nuestro ganado».

Recordando que ahora los trabajadores u operarios de los países industrializados tienen mejor trato, De Jouvenel se pregunta si «¿acaso un mejor trato dado a los operarios ha perjudicado al progreso económico? Otro tanto ocurrirá si se da un mejor trato a la naturaleza». Pero De Jouvenel sabe que la Naturaleza no usa «la amenaza de huelga»… Los científicos Nebel y Wrigth nos recuerdan que aunque la protección de medio ambiente puede hacer perder empleos también esta protección crea tantos empleos que los despidos son insignificantes y, a esto hay que añadir las ganancias en salud y otros beneficios directos de un medio ambiente limpio.

A propósito del efecto invernadero y del problema de las basuras, llega a la contaminación por productos químicos y atmosférica, criticando «la moda de la obsolescencia«, reemplazando unos productos por otros a una velocidad de vértigo y generando muchos residuos que no son reciclados como hace la Naturaleza, porque «nuestra sociedad no dispone de mecanismos que operen automáticamente en favor del medio ambiente». Como decían Nebel y Wrigth al enunciar sus Principios Básicos de la Sostenibilidad los residuos de los productos orgánicos que utilizamos (basura orgánica), en vez de devolverlos al suelo (abono) son depositados masivamente en basureros o tirados a las aguas (ríos y mares) donde contaminan muchísimo (eutroficación). Por otro lado, como las tierras de cultivo están muy explotadas se requieren abonos y como los anteriores se tiran, se recurre a abonos químicos que, usados en exceso, contaminan las aguas subterráneas y de ahí gran parte de la cadena alimenticia, aparte de la contaminación en el lugar de extracción, transporte… ¿Cómo podemos conseguir que toda la basura orgánica llegue a la tierra de la que salió para reciclar sus nutrientes? ¿Cómo puedo llevar la cáscara de mi manzana, hasta el manzano? Por supuesto, esto es extensible a otras materias: metales, plástico, vidrio, papel… «La visión a la que estamos habituados es la de una trayectoria de las mercancías en sentido único: de los productores a los consumidores. Debemos sustituirla por la visión de una trayectoria de las materias, que es circular».

«Es un principio económico obvio que no se puede financiar por la vía del mercado el suministro de un bien indivisible por naturaleza» (como lo es el tener un medio ambiente sano). Por eso, este economista aboga por factores que defiendan el medio ambiente: estilos de vida respetuosos (disfrutar de lo sencillo, evitar vacaciones consumistas…) y políticas ecológicas (leyes adecuadas, creación de empresas públicas para la recuperación medioambiental…), y se queja de cómo el hombre quita espacio a la Naturaleza. Respecto a esta ruptura con la Naturaleza, afirma que: «Yo no niego que pueda establecerse un nuevo equilibrio entre nuestras creaciones y los seres vivientes. Lo que digo es que no llevamos camino de establecerlo. (…) No afirmo que (…) el deterioro se tenga que ir acentuando necesariamente en función de nuestro progreso: esto sería fatalismo; pero también sería ingenuidad no reconocer la estrecha vinculación existente y la dificultad de conseguir la disociación» (entre el progreso y los males que comienzan a alarmar a nuestra sociedad), ya que, por ejemplo, «no importa que la práctica de desechar los embalajes acabe por dañar al medio ambiente: el efecto favorable sobre los precios tiene prioridad».

Pone un ejemplo concreto que es fácil de extrapolar a otras industrias: La industria del papel, que afortunadamente ha avanzado mucho desde que De Jouvenel escribiera esto, pero que ni de lejos ha llegado a niveles razonables de respeto medioambiental. Esta industria, «para obtener una tonelada de papel tiene que derribar como media 17 árboles» y puede no tener mucho interés en el reciclaje porque les sale más barato acudir al bosque. Aquí dice que «la situación cambiaría si la industria papelera tuviera que pagar un impuesto de tala de árboles y un impuesto de vertido por el papel de las basuras municipales, y si los recuperadores, simétricamente, recibieran una prima de ahorro de árboles y una indemnización por desescombro, compensándose así los impuestos y las primas». Además, así consigue un objetivo de este economista: que la defensa del medio ambiente no haga subir los precios a los consumidores (ya que en ese caso habría que evitar que esa subida afectara demasiado a los más desfavorecidos). De Jouvenel pide, en el fondo, «un cambio intelectual»:

«Para todos nosotros, las relaciones de la especie humana con la naturaleza representan un interés demasiado amplio y demasiado lejano para que esté a merced de nuestras decisiones individuales. Pero la cosa cambia si existe en nosotros un sentimiento de respeto y consideración hacia la naturaleza. Y, para decirlo todo, pienso que este sentimiento de respeto a la naturaleza es una componente natural y necesaria de toda actitud habitual de respeto hacia los demás».

4. Sobre el crecimiento económico: El grave error del PNB (o PIB)

«Al salir de la II Guerra Mundial, todos los países se plantearon el crecimiento económico como objetivo prioritario», y la forma de medirlo fue el PIB o PNB, el Producto Nacional (o Interior) Bruto, que es sólo la suma de las ventas de las empresas y sólo tiene en cuenta el capital y el trabajo. Como también critican Nebel y Wrigth, el PNB deja fuera «toda consideración de la depreciación de los recursos naturales», y De Jouvenel añade que no mide la «contribución de la naturaleza» (materiales, combustibles…), ni la «contribución inmaterial de los inventores y técnicos». Además, para calcular el PNB es indiferente que se construyan «escuelas o bombarderos» o que se mejore o empeore la situación laboral. Por esto, podemos concluir que hay que ser muy «bruto« para usar el PNB. De Jouvenel concluye que «la necesidad de una revisión de nuestras instituciones económicas es algo que se impone con evidencia», pues «se trata de integrar los indicadores sociales y ecológicos en las instituciones económicas». Otro economista, Amartya K. Sen (Nobel de 1998), también criticaba el PNB y expresaba la importancia de medir la libertad de las personas más que su nivel de renta. Ya existe una medida para sustituir al PIB: el IPG (además de otras más).

Respecto al ambiente en las ciudades, De Jouvenel dice palabras más propias de un poeta que de un economista: «La calidad del ambiente ejerce una influencia conformadora más decisiva, a mi juicio, que la enseñanza, porque lo primero mira a la sensibilidad y lo segundo a la inteligencia. Y yo coloco el desarrollo de las facultades afectivas por encima del desarrollo de las facultades intelectuales (…). Es el espectáculo y la compañía de las cosas vivientes en nuestra infancia lo que nos predispone a gozar de la vida, mientras que unas calles antipáticas, cuyo único atractivo son los escaparates comerciales, predisponen a concentrar la atención en el poder de compra, predisposición que postula, como su complemento natural, una educación orientada hacia las condiciones de adquisición del poder de compra: entonces la mejor educación será aquella que permita comenzar con los salarios más elevados, con las mejores perspectivas de hacer carrera. Los placeres ofrecidos por la naturaleza son gratuitos, y en la existencia rural no había necesidad de preservar «espacios verdes» constantemente amenazados por usos del suelo más rentables. También eran gratuitos, en la existencia urbana los placeres de la calle, en tanto podía ser lugar de conversaciones, barridas ahora por el rodar y el trepidar de los automóviles. Son éstas unas pérdidas cuyo índice de crecimiento no puede, al ser índice de desarrollo, llevar signo negativo», y «vienen a acentuar la desigualdad, pierden placeres que estaban al alcance del pobre (…) y posiblemente, de estos placeres los pobres sabían disfrutar mejor que los ricos».

De Jouvenel dice que «hay que subrayar» que todos los gastos privados que son provocados por los inconvenientes de ese estilo de vida urbano (como el uso excesivo del coche, accidentes…), se suman al PNB en vez de restarse, porque el PNB «es la expresión, siempre abstracta, de los bienes y servicios«. «Es muy fácil respirar optimismo cuando todo lo que se hace se contabiliza como enriquecimiento, aunque esté mal hecho, aunque sea una insensatez, aunque se destruya sin sentido. Es preciso saber que es así como contabilizamos». Así, construir una carretera a través de un bosque o talar árboles son sólo elementos positivos porque son inversiones.

Para este economista es un error ver nuestra sociedad fundada en los intercambios entre los hombres regulados por el dinero, porque lo cierto es que «está fundada en la explotación de los bienes naturales», especialmente a partir de James Watt, por el incremento de la potencia. «Owen denunció en su tiempo el trato que se daba a los niños empleados en la industria textil, (…) los cuales carecían de toda defensa. Este es el caso de la naturaleza. (…) Se precisan, pues, agentes humanos que puedan discutir en su nombre», cosa que actualmente sólo hacen los grupos ecologistas (con mayor o menor acierto, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor eficiencia…). Mientras, los economistas (criticados por esto por De Jouvenel) y los gobiernos, siguen usando el PIB o PNB para demostrar que lo hacen todo muy bien, y aunque muchos gobiernos tienen su Ministerio de Medio Ambiente, lo cierto es que los demás ministerios no le dejan las manos libres.

Por esto, las cantidades que se usan en el PNB no sirven para medir la mejoría en una sociedad. De Jouvenel pone el ejemplo de Estados Unidos en el que los grandes avances en la agricultura permitieron producir más, pero desplazaron a muchos trabajadores de ese sector a las ciudades donde se crearon guettos de pobreza. Con este ejemplo cabe preguntarse: «¿qué tipo de crecimiento es válido? ¿El crecimiento que tiene como meta únicamente la maximización del producto nacional por habitante, e incluso la maximización de la renta disponible por habitante para el consumo privado? ¿O un crecimiento enfocado a las condiciones humanas de todo tipo?»: «Lo que importa en la marcha de la sociedad es la orientación, y no la velocidad evaluada por el crecimiento de bienes y servicios».

El estudio Meadows «presenta la marcha histórica de la especie humana sobre el planeta durante los siglos XX y XXI», usando 5 variables: población, alimentos, producción industrial, recursos naturales (no vivientes) y la polución. Las 2 primeras recuerdan a Malthus cuyas teorías fueron olvidadas durante más de un siglo y se le empezó a considerar de nuevo a partir de 1950, «porque hemos tomado conciencia a escala planetaria de una situación que había alarmado a Malthus a escala nacional». Los desastres por hambrunas apocalípticas fueron predichos por el estudio Meadows para mediados del siglo XXI (fecha que también suscribe Araújo), y «todos los países han tomado conciencia de esta amenaza, y todos están de acuerdo en que no hay solución posible si no se detiene este ritmo de crecimiento de la población». El estudio Meadows se centra en demostrar que el crecimiento industrial también será causa de esas catástrofes futuras si se sigue al ritmo actual, por dos causas básicas: agotamiento de materias primas y polución creciente. El error de este estudio es suponer que el ritmo de crecimiento puede mantenerse. Pero sorprende que a un economista, como De Jouvenel, le angustie la gran amenaza «que el crecimiento industrial constituye para la naturaleza viviente» (pérdida de bosques, animales…): «Toda forma de vida es una maravilla que no somos capaces de reproducir. (…) Todos los animales son parásitos del vegetal, y nosotros somos el último y supremo parásito. Nuestra dependencia de las más humildes formas de la vida debiera inspirarnos una saludable humildad y un saludable amor a la naturaleza viviente».

Por otra parte De Jouvenel piensa que el riesgo de falta de materias que pronosticaron los Meadows no existe porque un encarecimiento de las materias primas sería bueno, «ya que contribuiría a disuadir de un método de nuestra producción que atiende exclusivamente a la economía de trabajo, sin cuidar ni proteger los recursos», y porque incitaría «a la reutilización de materias». La contaminación (de origen industrial, por urbanización…) es un grave problema que efectivamente de seguir a ritmo constante «la visión del futuro sería, en efecto, espantosa», pero De Jouvenel es optimista porque piensa que el desarrollo tecnológico permitirá reducir la contaminación industrial. También valora la concienciación creciente de la ciudadanía y propone impuestos a los productos más contaminantes para, con ese dinero, fomentar los menos contaminantes. Así, la contaminación industrial es más fácil de controlar que la que proviene de la urbanización, ya que esta segunda deteriora el medio urbano de forma más anónima y con responsabilidades más dispersas.

5. El heraclitianismo de la «civilización de lo efímero»

«La sociedad moderna aparece en un fluir constante, un fluir que pudiéramos denominar heraclitiano», por el filósofo griego Heráclito, quien dijo: «todo fluye» (panta rhei). Es una sociedad caracterizada por lo efímero de sus construcciones… «que no planta robles, sino coníferas o álamos». Todo lo consume rápido y… «no es impropio calificar como sociedad de consumo una sociedad donde esta función irresponsable es la única que el individuo puede ejercer soberanamente». De Jouvenel resalta el término «irresponsable», porque «los responsables son, según la óptica usual, los dirigentes de las grandes organizaciones»: empresas y administraciones. Así, de hecho, se priva al consumidor de la información básica de lo que consume, permitiendo en la actualidad que, por ejemplo, se incluyan directa o indirectamente alimentos transgénicos (OMG, Organismos Manipulados Genéticamente) sin indicarlos, o que se use mano de obra infantil sin que el consumidor pueda saberlo. De Jouvenel reclama más responsabilidad como consumidores, pero también como obreros o productores, y reclama con más fuerza aún que el crecimiento, más que económico, sea en bienestar para los ciudadanos, que puedan vivir en ambientes no degradados, limpios. Según él eso es más efectivo que limitarse a «medidas coercitivas para controlar la degradación». Respecto al consumo irresponsable hay varios libros que muestran sus implicaciones.

Lo que De Jouvenel llama «civilización de lo efímero» se apoya directamente en una «actitud psicológica» de «receptividad creciente del público consumidor ante las novedades ofrecidas». Por eso, este autor predecía «un progreso extraordinario en las actividades de destrucción» y «de reciclaje que serán evidentemente necesarias», para deshacerse de los productos antiguos, sigan siendo útiles o no. Este problema también puede solucionarse limitando la entrada en el mercado de nuevos productos, sin embargo, esta solución no es adoptada «por razones muy poderosas». Este crecimiento en el número de productos se da en otros campos, como en el crecimiento de la población, y aquí nadie se plantea limitar la duración de la vida humana, sino limitar los nacimientos.

Un ejemplo claro son las «máquinas» que son sustituidas por otras mejores aunque se mantengan en perfecto estado, con el objetivo de cumplir con la «productividad creciente». Esto es muy positivo porque permite «una amplia y rápida difusión de los bienes durables en la población». Pero De Jouvenel contrapone esa ventaja con el efecto de «la moda» que en campos como el de la ropa, impone «una rápida renovación del guardarropa», desechando ropa en perfecto estado y contrapone este hecho con el pasado en el que «durante muchas generaciones, los vestidos duraban toda la vida del poseedor». Así, «la moda» y la «rauda obsolescencia» están imponiendo un despilfarro energético intolerable. ¿Acaso unos zapatos ligeramente rotos no siguen prestando el mismo servicio?.

Este economista contrapone esta cultura de destruir lo viejo, arraigada profundamente en los estadounidenses, con la cultura tradicional europea de conservar y «sería malentender este sentimiento suponer que procede de una vaga motivación económica: su origen es un respeto al objeto». De Jouvenel recuerda que cuando era niño le regañaban si malgastaba el pan, cosa que no era por motivos económicos, sino por «un homenaje al don de la tierra y al fruto del trabajo». De Jouvenel se sentiría defraudado al ver que cada vez se está perdiendo en Europa más esa «cultura de no tratar con ligereza los objetos» («cultura del desván»), aunque ya decía él que eso «son querencias incompatibles con el fluir cada vez más torrencial de los productos nuevos».

En esta obra, su autor se muestra partidario de pagar «mucho más caro a los países de fuerte población las materias que les compramos (…) para dar trabajo a países superpoblados. Si nuestro sistema económico no ha tropezado, como Marx predecía, con el desequilibrio entre la propensión del capitalismo a desarrollar capacidades y la base demasiado estrecha del consumo, ha sido gracias al incremento de la remuneración de los asalariados. Esta misma receta debe aplicarse al desarrollo del poder de absorción de las poblaciones actualmente indigentes». Sin embargo, el autor es consciente de la dificultad de ello, ya que «esta política exige su adopción común por los países industrialmente avanzados». El crítico Eduardo Galeano lo simplificaba en la siguiente sentencia: «La economía mundial exige mercados de consumo en perpetua expansión, para dar salida a su producción creciente y para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez exige brazos y materias primas a precio irrisorio, para abatir sus costos de producción. El mismo sistema que necesita vender cada vez más, necesita también pagar cada vez menos.»

Termina el libro, haciendo un llamamiento a la conservación del paisaje, «elemento esencial de la cultura» y hace una comparación interesante: «Comprendo que se hayan tomado infinitas precauciones para proteger la Gioconda de todo atentado, a fin de que las generaciones futuras puedan admirarla en un museo. Pero ¿no es más importante aún que las generaciones futuras puedan disfrutar, no en un día de visita, sino en su vida cotidiana de la belleza del paisaje, con las aportaciones que cada generación ha ido haciendo? (…) ¿No está necesitando Francia y Europa toda un política patrimonial, es decir, que tenga como finalidad el cuidado del territorio, mosaico de paisajes humanos?». De Jouvenel se muestra optimista y piensa que esa conservación del territorio natural es compatible con tener una «vivienda digna y grata, pero no ostentosa».

6. Algunas Conclusiones

Se concluye que la sociedad debe tender hacia una «mejora de la calidad humana en general» y para ello es indispensable extender la educación «a la población entera». Igual que el hijo del rico no es necesariamente mejor persona, tampoco el consumir más nos hace mejores, y es necesario «despertar en las personas la conciencia de su deuda para con la sociedad» y conseguir un papel activo y responsable de los ciudadanos, de todos los ciudadanos. Amartya K. Sen diría, que los seres humanos deben poder ser «agentes» y no meros receptores de prestaciones, y de ahí el cambio que exige a las democracias actuales. Léanse las mejoras a la democracia propuestas en el libro «Salvemos Nuestro Planeta«.

No podemos entender el desarrollo humano como sólo desarrollo económico o incremento en el PIB (o PNB), o como sólo desarrollo para unos pocos, porque la marginación y la pobreza no sólo no es admisible como tal, sino que además engendra violencia (como también denunció el Nobel indio Amartya K. Sen). En todas las grandes ciudades hay focos de marginación, donde surge delincuencia. Pero el delincuente, como tal, no es sólo el típico individuo con cicatriz en la cara, sino que también hay delincuentes con corbata que son más peligrosos (políticos, empresarios…), que pueden robar dinero no ya para comer sino para enriquecerse a costa del sufrimiento ajeno de personas, animales o la naturaleza en su conjunto. Quizás, hay verdad en lo que decía Escudero Freire al afirmar que «la riqueza causa todo tipo de opresión y explotación del hombre».

A escala planetaria, la desigualdad y la marginación está también generando violencia e inmigración y posiblemente esa sea una causa de esa oleada de terrorismo atroz que sufrimos. Pero también a escala planetaria existen delincuentes que, en nombre de la ley, invaden países, venden armas en todas las guerras, se lucran con el negocio del petróleo aunque sea a precio de sangre, o talan bosques tropicales abusando del escaso interés de las autoridades y los consumidores de ciertos países.

Por todo, se puede concluir que De Jouvenel nos ha mostrado el error de contar como progreso (a través del PIB) lo mal hecho y los daños a la Naturaleza, y que acciones como vivir modestamente, tender al vegetarianismo, sentirnos responsables e incluso reducir la jornada laboral son formas de dar una tregua al planeta y a todas las especies que lo habitamos. Necesitamos saber lo mucho que necesitamos la Naturaleza, para comprender cuánto ella nos necesita.

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