En un experimento psicológico de la Universidad de Columbia, les dijeron a los estudiantes que tenían que rellenar unos cuestionarios. Mientras unos hacían la tarea solos en una habitación, otros la hicieron en grupos de tres. Rellenando el cuestionario ocurría una emergencia: empezaba a entrar humo en la habitación por una rejilla. En los casos en los que el estudiante estaba solo, hubo un 75% de posibilidades de que fuera a pedir ayuda. Sin embargo, cuando un estudiante estaba con otros, solo el 38% de ellos fueron a pedir ayuda, es decir, el 62% de los estudiantes se quedaron sentados tragando humo. Como había otras personas, estaban esperando a que alguien hiciera algo, aunque nadie hiciera nada.
Una de las conclusiones de ese experimento es que el contexto nos influye más de lo que podríamos imaginar. Y así es. Está demostrado que la gente cambia muy fácilmente si el contexto favorece el cambio. Es decir, para cambiar no es tan importante la fuerza de voluntad como el contexto.
Estas conclusiones son aplicables a la crisis ambiental (o climática, que viene a ser lo mismo) a dos niveles:
- A nivel macropolítico, los países (regiones autónomas…) parecen estar esperando a que los demás hagan algo para empezar ellos mismos a actuar. Es como si hubiera miedo a ser el primero, por si los demás al final no hacen nada. Es obvio que la acción aislada de un único país no tendrá un efecto significativo, pero el no hacer nada sí tendrá graves consecuencias.
- A nivel individual, las personas tampoco están actuando de forma decisiva posiblemente porque no ven que sus conciudadanos actúen y porque confían en sus gobernantes, elegidos precisamente para encargarse de los problemas.
Se aplica el viejo refrán de “uno por otro, la casa sin barrer”. Tal vez hay un puñado de excepciones a nivel municipal. Cada ciudad, con sus características únicas, no tiene que compararse con las demás para mejorar la vida de sus habitantes. Así, hay ciudades que están haciendo las cosas mejor que otras. Ciudades como Huesca, Vitoria o Pontevedra están tomando decisiones sostenibles: expulsar a los coches del centro, plantar árboles, compostar basuras, cuidar el agua… En cambio, otras ciudades están caminando en sentido opuesto, como es el caso de Málaga: construcción de rascacielos insostenibles, desprecio del arbolado urbano, farolas absurdas, un plan del clima inútil, negación de zonas verdes, destrucción de zonas naturales, incomprensibles carriles bici, mantener su cementera tóxica, su apoyo a la movilidad insostenible, su plan para tapar el río Guadalmedina y encauzar el río Campanillas (nada de renaturalizar ríos), hacer túneles para aumentar el tráfico, energía municipal sucia, una EDAR destructiva…
Ciudades como Málaga están esperando a que otros resuelvan los problemas ambientales evitando asumir su responsabilidad, con el objetivo (quizás) de maximizar beneficios económicos a corto plazo (para unos pocos), aunque sea a costa de hipotecar a las generaciones venideras.
Tenemos más poder del que imaginamos
Cada vez hay más personas conscientes de su poder individual, personas que saben lo que tienen que hacer para influir en todo. Esta influencia es directa (con sus acciones ecológicas) e indirecta (por el efecto contagio al dar ejemplo en su comunidad). Por ejemplo, cuando uno va en bicicleta, genera bajas emisiones, sano ejercicio… y un efecto multiplicador en toda la ciudad.
Sin embargo, el cambio aún no es suficiente para evitar el colapso. Algunos dicen —por error— que se requiere mucha fuerza de voluntad para acciones ecológicas como reducir el uso del coche, tender hacia el veganismo, evitar los envases de usar y tirar, usar energías renovables en tu casa, banca ética, plantar un pequeño huerto en tu balcón, etc. Pero no es así. Como vimos en el experimento anterior, cambiar es muy fácil si el contexto acompaña. Lo vemos en las ciudades en las que no se puede ir en coche a cualquier sitio, la gente usa alternativas y ven esas alternativas como buenas y razonables. En esas ciudades se usa menos el coche y no es porque sus ciudadanos tenga más fuerza de voluntad o sean más ecologistas. Sencillamente, los gobernantes han adoptado los preceptos de la movilidad sostenible.
Dejemos de ser irracionales e inmaduros
Nos influyen demasiado la opinión y los comportamientos de nuestros semejantes. Mucho más a quién se dedica a la política. Por ejemplo: los científicos aconsejaban en España detener la caza del lobo, de la tórtola y de la codorniz. En vez de seguir el dictamen de la ciencia —que sería lo racional— el gobierno lo sometió a votación entre políticos de las comunidades autónomas. Entre todos decidieron proteger solo al lobo. ¿Por qué solo al lobo? Porque el lobo ibérico goza de buena imagen social y es una especie emblemática, mientras que la tórtola o la codorniz son especies que al populacho no le importan y, por tanto, lo que diga la ciencia carece de interés.
Dos conclusiones más
Primero, que deberíamos madurar como personas y abandonar nuestra actitud adolescente esperando a que vengan otros a resolver los problemas. Y segundo, que el poder de los gobernantes es mayor del que nos gustaría y que, por tanto, lo que votamos en cualquier urna influye en todo el planeta.
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